23/4/14

Him

Siempre te voy a querer y pensar, por que crecí como persona con vos. Crecí y en parte, mucho soy lo que soy, por vos. Quería que sepas que siempre va a haber una parte tuya en mi, y agradezco eso. 
En quien sea que te convierteas  y dónde sea que estés, te mando mi amor. Sos mi amigo hasta el final. 

Con amor, Irina.


11/4/14

Spem in alium

Se abre la puerta y Christian entra como una exhalación, ignorándome por completo. Agacho la cabeza enseguida, me miro las manos y separo con cuidado
las piernas. Christian deja algo sobre la enorme cómoda que hay junto a la puerta y se acerca despacio a la cama. Me permito mirarlo un instante y casi se me para el corazón. Va descalzo, con el torso descubierto y esos vaqueros gastados con el botón superior desabrochado. Dios, está tan bueno… Mi subconsciente se abanica con desesperación y la diosa que llevo dentro se balancea y convulsiona con un primitivo ritmo carnal. La veo muy dispuesta. Me humedezco los labios instintivamente. La sangre me corre deprisa por todo el cuerpo, densa y cargada de lascivia. ¿Qué me va a hacer?
Da media vuelta y se dirige tranquilamente hasta la cómoda. Abre uno de los cajones y empieza a sacar cosas y a colocarlas encima. Me pica la curiosidad, me mata, pero resisto la imperiosa necesidad de echar un vistazo. Cuando termina lo que está haciendo, se coloca delante de mí. Le veo los pies descalzos y quiero besarle hasta el último centímetro, pasarle la lengua por el empeine, chuparle cada uno de los dedos.
—Estás preciosa —dice.
Mantengo la cabeza agachada, consciente de que me mira fijamente y de que estoy prácticamente desnuda. Noto que el rubor se me extiende despacio por la cara. Se inclina y me coge la barbilla, obligándome a mirarlo.
—Eres una mujer hermosa, Anastasia. Y eres toda mía —murmura—. Levántate —me ordena en voz baja, rebosante de prometedora sensualidad.
Temblando, me pongo de pie.
—Mírame —dice, y alzo la vista a sus ojos ardientes.
Es su mirada de amo: fría, dura y sexy, con sombras del pecado inimaginable en una sola mirada provocadora. Se me seca la boca y sé enseguida que voy a hacer lo que me pida. Una sonrisa casi cruel se dibuja en sus labios.
—No hemos firmado el contrato, Anastasia, pero ya hemos hablado de los límites. Además, te recuerdo que tenemos palabras de seguridad, ¿vale?
Madre mía… ¿qué habrá planeado para que vaya a necesitar las palabras de seguridad?
—¿Cuáles son? —me pregunta de manera autoritaria.
Frunzo un poco el ceño al oír la pregunta y su gesto se endurece visiblemente.
—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia? —dice muy despacio.
—Amarillo —musito.
—¿Y? —insiste, apretando los labios.
—Rojo —digo.
—No lo olvides.
Y no puedo evitarlo… arqueo una ceja y estoy a punto de recordarle mi nota media, pero el repentino destello de sus gélidos ojos grises me detiene en seco.
—Cuidado con esa boquita, señorita Steele, si no quieres que te folle de rodillas. ¿Entendido?
Trago saliva instintivamente. Vale. Parpadeo muy rápido, arrepentida. En realidad, me intimida más su tono de voz que la amenaza en sí.
—¿Y bien?
—Sí, señor —mascullo atropelladamente.
—Buena chica. —Hace una pausa y me mira—. No es que vayas a necesitar las palabras de seguridad porque te vaya a doler, sino que lo que voy a hacerte va a ser intenso, muy intenso, y necesito que me guíes. ¿Entendido?
Pues no. ¿Intenso? Uau.
—Vas a necesitar el tacto, Anastasia. No vas a poder verme ni oírme, pero podrás sentirme.
Frunzo el ceño. ¿No voy a oírle? ¿Y cómo voy a saber lo que quiere? Se vuelve. Encima de la cómoda hay una lustrosa caja plana de color negro mate. Cuando pasa la mano por delante, la caja se divide en dos, se abren dos puertas y queda a la vista un reproductor de cedés con un montón de botones. Christian pulsa varios de forma secuencial. No pasa nada, pero él parece satisfecho. Yo estoy desconcertada. Cuando se vuelve de nuevo a mirarme, le veo esa sonrisita suya de «Tengo un secreto».
—Te voy a atar a la cama, Anastasia, pero primero te voy a vendar los ojos y no vas a poder oírme. —Me enseña el iPod que lleva en la mano—. Lo único que vas a oír es la música que te voy a poner.
Vale. Un interludio musical. No es precisamente lo que esperaba. ¿Alguna vez hace lo que yo espero? Dios, espero que no sea rap.
—Ven.
Me coge de la mano y me lleva a la antiquísima cama de cuatro postes. Hay grilletes en los cuatro extremos: unas cadenas metálicas finas con muñequeras de cuero brillan sobre el satén rojo.
Uf, se me va a salir el corazón del pecho. Me derrito de dentro afuera; el deseo me recorre el cuerpo entero. ¿Se puede estar más excitada?
—Ponte aquí de pie.
Estoy mirando hacia la cama. Se inclina hacia delante y me susurra al oído:
—Espera aquí. No apartes la vista de la cama. Imagínate ahí tumbada, atada y completamente a mi merced.
Madre mía.
Se aleja un momento y lo oigo coger algo cerca de la puerta. Tengo todos los sentidos hiperalerta; se me agudiza el oído. Ha cogido algo del colgador de los látigos y las palas que hay junto a la puerta. Madre mía. ¿Qué me va a hacer?
Lo noto a mi espalda. Me coge el pelo, me hace una coleta y empieza a trenzármelo.
—Aunque me gustan tus trencitas, Anastasia, estoy impaciente por tenerte, así que tendrá que valer con una —dice con voz grave, suave.
Me roza la espalda de vez en cuando con sus dedos hábiles mientras me hace la trenza, y cada caricia accidental es como una dulce descarga eléctrica en mi piel. Me sujeta el extremo con una goma, luego tira suavemente de la trenza de forma que me veo obligada a pegarme a su cuerpo. Tira de nuevo, esta vez hacia un lado, y yo ladeo la cabeza y le doy acceso a mi cuello. Se inclina y me lo llena de pequeños besos, recorriéndolo desde la base de la oreja hasta el hombro con los dientes y la lengua. Tararea en voz baja mientras lo hace y el sonido me resuena por dentro. Justo ahí… ahí abajo, en mis entrañas. Gimo suavemente sin poder evitarlo.
—Calla —dice respirando contra mi piel.
Levanta las manos delante de mí; sus brazos acarician los míos. En la mano derecha lleva un látigo de tiras. Recuerdo el nombre de mi primera visita a este cuarto.
—Tócalo —susurra, y me suena como el mismísimo diablo.
Mi cuerpo se incendia en respuesta. Tímidamente, alargo el brazo y rozo los largos flecos. Tiene muchas frondas largas, todas de suave ante con pequeñas cuentas en los extremos.
—Lo voy a usar. No te va a doler, pero hará que te corra la sangre por la superficie de la piel y te la sensibilice.
Ay, dice que no me va a doler.
—¿Cuáles son las palabras de seguridad, Anastasia?
—Eh… «amarillo» y «rojo», señor —susurro.
—Buena chica.
Deja el látigo sobre la cama y me pone las manos en la cintura.
—No las vas a necesitar —me susurra.
Entonces me agarra las bragas y me las baja del todo. Me las saco torpemente por los pies, apoyándome en el recargado poste.
—Estate quieta —me ordena, luego me besa el trasero y me da dos pellizquitos; me tenso—. Túmbate. Boca arriba —añade, dándome una palmada fuerte en el trasero que me hace respingar.
Me apresuro a subirme al colchón duro y rígido y me tumbo, mirando a Christian. Noto en la piel el satén suave y frío de la sábana. Lo veo impasible, salvo por la mirada: en sus ojos brilla una emoción contenida.
—Las manos por encima de la cabeza —me ordena, y le obedezco.
Dios… mi cuerpo está sediento de él. Ya lo deseo.
Se vuelve y, por el rabillo del ojo, lo veo dirigirse de nuevo a la cómoda y volver con el iPod y lo que parece un antifaz para dormir, similar al que usé en mi vuelo a Atlanta. Al pensarlo, me dan ganas de sonreír, pero no consigo que los labios me respondan. La impaciencia me consume. Sé que mi rostro está completamente inmóvil y que lo miro con los ojos como platos.
Se sienta al borde de la cama y me enseña el iPod. Lleva conectados unos auriculares y tiene una extraña antena. Qué raro… Ceñuda, intento averiguar para qué es.
—Esto transmite al equipo del cuarto lo que se reproduce en el iPod —dice, dando unos golpecitos en la pequeña antena y respondiendo así a mi pregunta no formulada—. Yo voy a oír lo mismo que tú, y tengo un mando a distancia para controlarlo.
Me dedica su habitual sonrisa de «Yo sé algo que tú no» y me enseña un pequeño dispositivo plano que parece una calculadora modernísima. Se inclina sobre mí, me mete con cuidado los auriculares de botón en los oídos y deja el iPod sobre la cama por encima de mi cabeza.
—Levanta la cabeza —me ordena, y lo hago inmediatamente.
Despacio, me pone el antifaz, pasándome el elástico por la nuca. Ya no veo. El elástico del antifaz me sujeta los auriculares. Lo oigo levantarse de la cama, pero el sonido es apagado. Me ensordece mi propia respiración, entrecortada y errática, reflejo de mi nerviosismo. Christian me coge el brazo izquierdo, me lo estira con cuidado hasta la esquina izquierda de la cama y me abrocha la muñequera de cuero. Cuando termina, me acaricia el brazo entero con sus largos dedos. ¡Oh! La caricia me produce una deliciosa sensación entre el escalofrío y las cosquillas. Lo oigo rodear la cama despacio hasta el otro lado, donde me coge el brazo derecho para atármelo. De nuevo pasea sus dedos largos por él. Madre mía, estoy a punto de estallar. ¿Por qué resulta esto tan erótico?
Se desplaza a los pies de la cama y me coge ambos tobillos.
—Levanta la cabeza otra vez —me ordena.
Obedezco, y me arrastra de forma que los brazos me quedan completamente extendidos y casi tirantes por las muñequeras. Dios… no puedo mover los brazos. Un escalofrío de inquietud mezclado con una tentadora excitación me recorre el cuerpo entero y me pone aún más húmeda. Gruño. Separándome las piernas, me ata primero el tobillo derecho y luego el izquierdo, de modo que quedo bien sujeta, abierta de brazos y piernas, y completamente a su merced. Me desconcierta no poder verlo. Escucho con atención… ¿qué hace? No oigo nada, solo mi respiración y los fuertes latidos de mi corazón, que bombea la sangre con furia contra mis tímpanos.
De pronto, el suave silbido del iPod cobra vida. Desde dentro de mi cabeza, una sola voz angelical canta sin acompañamiento una nota larga y dulce, a la que se une de inmediato otra voz y luego más —madre mía, un coro celestial—, cantando a capela un himnario antiquísimo. ¿Cómo se llama esto? Jamás he oído nada semejante. Algo casi insoportablemente suave se pasea por mi cuello, deslizándose despacio por la clavícula, por los pechos, acariciándome, irguiéndome los pezones… es suavísimo, inesperado. ¡Algo de piel! ¿Un guante de pelo?
Christian pasea la mano, sin prisa y deliberadamente, por mi vientre, trazando círculos alrededor de mi ombligo, luego de cadera a cadera, y yo trato de adivinar adónde irá después, pero la música metida en mi cabeza me transporta. Sigue la línea de mi vello púbico, pasa entre mis piernas, por mis muslos; baja por uno, sube por el otro, y casi me hace cosquillas, pero no del todo. Se unen más voces al coro celestial, cada una con fragmentos distintos, fundiéndose gozosa y dulcemente en una melodía mucho más armoniosa que nada que yo haya oído antes. Pillo una palabra —«deus»— y me doy cuenta de que cantan en latín. El guante de pelo sigue bajándome por los brazos, acariciándome la cintura, subiéndome de nuevo por los pechos. Su roce me endurece los pezones y jadeo, preguntándome adónde irá su mano después. De pronto, el guante de pelo desaparece y noto que las frondas del látigo de tiras fluyen por mi piel, siguiendo el mismo camino que el guante, y me resulta muy difícil concentrarme con la música que suena en mi cabeza: es como un centenar de voces cantando, tejiendo un tapiz etéreo de oro y plata, exquisito y sedoso, que se mezcla con el tacto del suave ante en mi piel, recorriéndome… Madre mía. Súbitamente, desaparece. Luego, de golpe, un latigazo seco en el vientre.
—¡Aaaggghhh! —grito.
Me coge por sorpresa. No me duele exactamente; más bien me produce un fuerte hormigueo por todo el cuerpo. Y entonces me vuelve a azotar. Más fuerte.
—¡Aaahhh!
Quiero moverme, retorcerme, escapar, o disfrutar de cada golpe, no lo sé… resulta tan irresistible… No puedo tirar de los brazos, tengo las piernas atrapadas, estoy bien sujeta. Vuelve a atizarme, esta vez en los pechos. Grito. Es una dulce agonía, soportable… placentera; no, no de forma inmediata, pero, con cada nuevo golpe, mi piel canta en perfecto contrapunto con la música que me suena en la cabeza, y me veo arrastrada a una parte oscurísima de mi psique que se rinde a esta sensación tan erótica. Sí… ya lo capto. Me azota en la cadera, luego asciende con golpes rápidos por el vello púbico, sigue por los muslos, por la cara interna, sube de nuevo, por las caderas. Continúa mientras la música alcanza un clímax y entonces, de repente, para de sonar. Y él también se detiene. Luego comienza el canto otra vez, in crescendo, y él me rocía de golpes y yo gruño y me retuerzo. De nuevo para, y no se oye nada, salvo mi respiración entrecortada y mis jadeos descontrolados. Eh… ¿qué pasa? ¿Qué va a hacer ahora? La excitación es casi insoportable. He entrado en una zona muy oscura, muy carnal.
Noto que la cama se mueve y que él se coloca por encima de mí, y el himno vuelve a empezar. Lo tiene en modo repetición. Esta vez son su nariz y sus labios los que me acarician… se pasean por mi cuello y mi clavícula, besándome, chupándome… descienden por mis pechos… ¡Ah! Tira de un pezón y luego del otro, paseándome la lengua alrededor de uno mientras me pellizca despiadadamente el otro con los dedos… Gimo, muy fuerte, creo, aunque no me oigo. Estoy perdida, perdida en él… perdida en esas voces astrales y seráficas… perdida en todas estas sensaciones de las que no puedo escapar… completamente a merced de sus manos expertas.
Desciende hasta el vientre, trazando círculos con la lengua alrededor del ombligo, siguiendo el camino del látigo y del guante. Gimo. Me besa, me chupa, me mordisquea… sigue bajando… y de pronto tengo su lengua ahí, en la conjunción de los muslos. Echo la cabeza hacia atrás y grito, a punto de estallar, al borde del orgasmo… Y entonces para.
¡No! La cama se mueve y Christian se arrodilla entre mis piernas. Se inclina hacia un poste y, de pronto, el grillete del tobillo desaparece. Subo la pierna hasta el centro de la cama, la apoyo contra él. Se inclina hacia el otro lado y me libera la
otra pierna. Me frota ambas piernas, estrujándolas, masajeándolas, reavivándolas. Luego me agarra por las caderas y me levanta de forma que ya no tengo la espalda pegada a la cama; estoy arqueada y apoyada solo en los hombros. ¿Qué? Se coloca de rodillas entre mis piernas… y con una rápida y certera embestida me penetra… oh, Dios… y vuelvo a gritar. Se inician las convulsiones de mi orgasmo inminente, y entonces para. Cesan las convulsiones… oh, no… va a seguir torturándome.
—¡Por favor! —gimoteo.
Me agarra con más fuerza… ¿para advertirme? No sé. Me clava los dedos en el trasero mientras yo jadeo, así que decido estarme quieta. Muy lentamente, empieza a moverse otra vez: sale, entra… angustiosamente despacio. ¡Madre mía… por favor! Grito por dentro y, según aumenta el número de voces de la pieza coral, va incrementando él su ritmo, de forma infinitesimal, controladísimo, completamente al son de la música. Ya no aguanto más.
—Por favor —le suplico, y con un solo movimiento rápido vuelve a dejarme en la cama y se cierne sobre mí, con las manos a los lados de mi pecho, aguantando su propio peso, y empuja.
Cuando la música llega a su clímax, me precipito… en caída libre… al orgasmo más intenso y angustioso que he tenido jamás, y Christian me sigue, embistiendo fuerte tres veces más… hasta que finalmente se queda inmóvil y se derrumba sobre mí.
Cuando recobro la conciencia y vuelvo de dondequiera que haya estado, Christian sale de mí. La música ha cesado y noto cómo él se estira sobre mi cuerpo para soltarme la muñequera derecha. Gruño al sentir al fin la mano libre. Enseguida me suelta la otra, retira con cuidado el antifaz de mis ojos y me quita los auriculares de los oídos. Parpadeo a la luz tenue del cuarto y alzo la vista hacia su intensa mirada de ojos grises.
—Hola —murmura.
—Hola —le respondo tímidamente.
En sus labios se dibuja una sonrisa. Se inclina y me besa suavemente.
—Lo has hecho muy bien —susurra—. Date la vuelta.
Madre mía… ¿qué me va a hacer ahora? Su mirada se enternece.
—Solo te voy a dar un masaje en los hombros.
—Ah, vale.
Me vuelvo, agarrotada, boca abajo. Estoy exhausta. Christian se sienta a horcajadas sobre mi cintura y empieza a masajearme los hombros. Gimo fuerte; tiene unos dedos fuertes y experimentados. Se inclina y me besa la cabeza.